Recién había cumplido 30 años cuando pisé por primera vez
suelo cubano… y me sorprendió en muchos aspectos por otras tantas y diferentes
razones.
Originalmente, mi viaje a Cuba estaba proyectado para el
año 2002, pero lo adelanté al tener ante mí una oferta irresistible.
Bien entrado el verano del 2 mil (que fue cuando tuve
tiempo libre y algo de dinero ahorrado) me hice la idea inicial de ir algunos
días a la Riviera Maya, pero –gran sorpresa- me encontré que lo que me costaba
un viaje de 3 días y 2 noches a Cancún era lo mismo que me salía un viaje de 8
días a Cuba. Así que, sin pensarlo más, cancelé mis planes locales y me decidí
por Cuba.
En aquella época, era común encontrar en las agencias de
viajes paquetes armados a los dos destinos más socorridos de Cuba: la Habana y
Varadero. Armar un recorrido un poco más estructurado era, aún, un tanto
complicado, por lo menos desde México, y era más fácil resolverlo habiendo
arribado físicamente a Cuba que por anticipado.
La era de Internet y de los teléfonos móviles apenas
iniciaba. Internet era más una mega enciclopedia digital que el gran monstruo
de comunicación interactiva que es hoy en día y, por lo mismo, fue poca la
información que pude descargar e imprimir sobre La Habana, Varadero y Cuba en
lo general.
Mi conocimiento sobre la historia de Cuba era por demás
básico: prácticamente el de las clases de historia y el de las pláticas
familiares, con todos los puntos de vista imaginables, sobre el régimen de
Fidel Castro, instaurado tras la caída de Batista en 1959. Y estando ya en Cuba
me encontré, efectivamente, con esos mismos puntos de vista encontrados.
Es difícil juzgar la realidad de otro país sin haber
residido en él, por lo que, más allá de opiniones personales, trataré de
centrarme más en las vivencias personales (que es de lo que realmente trata
este blog) que de suscitar discusiones políticas, a veces muy acaloradas, que
por lo regular no acaban llegando a ningún lado.
Las imágenes que acompañan este post quizá no hagan
justicia al colorido de Cuba ni a su diversidad social ni cultural y la razón
es que en aquel tiempo no tenía planes de publicar ningún tipo de blog, ni de
viajes ni de ningún otro tema, simple y sencillamente porque los blogs eran
algo inexistente. Pero, al menos con palabras, sí puedo intentar hacerlo. Así
que, sin más preámbulo, vámonos a Cuba.
Me hospedé en el hotel Deuville, muy cerca del bello
malecón de La Habana, en uno de los pisos superiores (de entrada, porque los
pisos 1 al 7 estaban en mantenimiento). Y debo decir que, a partir de ese momento, nunca pero nunca estuve solo.
El cubano es sociable por naturaleza y te hace la plática sin más, a veces quizá para venderte algo (puros cubanos o ron, por lo regular) o para pedirte que les regales la gorra que llevas puesta, pero la mayoría de las veces es simplemente por el gusto de platicar. Puedes acercarte a alguien para preguntar por una calle y quedarte platicando hasta por 20 minutos. Al final, te acabas integrando y te acabas sintiendo a gusto, como en tu casa, en otras palabras no te sientes tan extranjero y comienzas a moverte con mucha más confianza por la ciudad.
El cubano es sociable por naturaleza y te hace la plática sin más, a veces quizá para venderte algo (puros cubanos o ron, por lo regular) o para pedirte que les regales la gorra que llevas puesta, pero la mayoría de las veces es simplemente por el gusto de platicar. Puedes acercarte a alguien para preguntar por una calle y quedarte platicando hasta por 20 minutos. Al final, te acabas integrando y te acabas sintiendo a gusto, como en tu casa, en otras palabras no te sientes tan extranjero y comienzas a moverte con mucha más confianza por la ciudad.
Fue a la salida del hotel donde, literalmente, me abordó una
chica de unos 25 años. Platicamos, en promedio, 20 o 25 minutos caminando por
el malecón, para después ir a comer en un pequeño restaurante que ella misma me
recomendó y que tenía, en realidad, una buena variedad de platillos y un sazón muy rico. Me preguntó también si
me gustaría que ella comiera conmigo (en otras palabras, invitarla al
restaurante). Y lo justificó, en parte, explicando que no había comido en todo
el día y que le faltaban víveres, pero también diciéndome que, como cubana que
era, seguramente no la atenderían, a menos que acudiera acompañada de un
turista.
Total que pedimos una mesa y, una vez sentados, me
platicó varias cosas sobre su vida cotidiana en La Habana. Entre otras cosas,
me contó que el salario mensual de una persona oscilaba entre los 7 y los 20
dólares y que cada persona recibía por parte del gobierno una libra de arroz,
una de frijol, no recuerdo cuánto de leche y 7 huevos. Eso, como he dicho, en
el año dos mil, no sé ahora cómo es el asunto.
Y bueno, supongo, por una parte, que es positivo
garantizar el abasto de alimento entre la población y también el hecho de que
sea equitativo. Sin embargo… no sé, me pongo a pensar en lo que acostumbro
comer cotidianamente y supongo que una ración como esa me rendiría no más de
siete días.
La chica en cuestión (llamémosle A.G.) tenía una hija de
4 años y vivía con otras cuatro personas en una casa que en otros tiempos debió
haber sido esplendorosa, pero cuya falta de mantenimiento la había deteriorado
notablemente. Habían construido una suerte de piso intermedio y ella y su hija
dormían sobre un colchón, en un tapanco que por las noches debía ser muy
oscuro, puesto que el foco se hallaba colocado por debajo del mismo. Al ver ese
colchón colocado literalmente a la orilla del tapanco, dos o tres metros por
encima del piso de la sala y sin que hubiera un barandal de por medio (esto es,
al borde del precipicio) solo pude sentir un poco de vértigo.
Ciertamente conviví con todos ellos… pero de una manera
un tanto extraña. Siempre hospitalarios, amables y muy divertidos, pero con
detalles que me desconcertaron un poco. Esto lo digo porque decidí comprar los
ingredientes de la comida para todos los de la casa (los precios no eran
especialmente elevados) pero me preocupaba que los del mercadito no tuvieran
cambio de un billete de 50 dólares (había gastado ya todos mis pesos cubanos) y
mi amiga entró a cambiar mi billete en una tienda. Y la manera en que lo cambió fue
comprándose un bañador y una bolsa.
A cambio, debo decir que me sirvió la porción más
abundante y que cocinaba con una sazón digna del mejor restaurante. La velada
como tal fue muy divertida. Su compañera de casa, una chica afroamericana de
unos 30 años, su hijo de 12, la niña de 4, A.G. y yo hablamos a grandes rasgos
sobre nuestros respectivos países y hasta me pasaron a la salita, donde
conectaron una videocasetera Betamax para que viéramos juntos una película de
Luis Miguel (una donde pierde la pierna, que no recuerdo cómo se llama).
Recorrí La Habana en parte solo, en parte con ella y en
parte a través de un City Tour contratado desde México. Visité así el Castillo
del Morro, antiguo fuerte que reguardaba a la ciudad del ataque de los piratas;
el Castillo de la Real Fuerza; un museo donde se exhiben y venden artesanías
cubanas; el Capitolio (réplica casi fiel del de Washington, construido cuando
Cuba era aún protectorado de Estados Unidos y convertido en Museo de Historia
Natural); la Plaza de la Revolución; el esplendoroso (tal cual) Museo de la Revolución; el Paseo Del Prado; el Centro
Histórico y, por supuesto, la famosísima Bodeguita del Medio.
Las calles estaban llenas de pintas como una que recuerdo
especialmente: “Más de dos millones de niños del mundo duermen hoy en las
calles. Ninguno es Cubano”. Y supongo que es cierto, porque no vi a ningún
indigente, por lo menos en la calle.
La gente es encantadora, culta, divertida, dicharachera,
muy amable para darte indicaciones viales (eso del GPS no existía en aquel
tiempo), pero se siente extraño que no puedan tener acceso a muchos sitios
públicos reservados para turistas extranjeros.
En resumen, me llevé impresiones encontradas, muchas
cosas buenas, muchas cosas que no me lo parecieron tanto, pero nunca dejó de
ser interesante, divertido. Y sí, a petición expresa regalé un par de gorras y
un par de playeras.
Conocí también los alrededores de La Habana, esto es, el
campo, ya que acompañé al niño de 12 años a dejar a la niña a su escuela, a
bordo de un peculiar transporte público que no era otra cosa que un camión de
redilas con piso de madera, una extraña mezcla entre camión militar y camioneta
para transportar cultivos.
Pero es que el transporte en La Habana merecería por sí
mismo un capítulo aparte: hermosos autos de los 50s convertidos en taxis, los
caricaturescos Coco-Taxis, los extraños camiones achaparrados en su parte
intermedia comúnmente llamados “camellos” y hasta los "inventos" cubanos (patines del diablo construidos con tablones de madera o bicicletas medianamente motorizadas, por ejemplo).
Como colofón a este primer posteo sobre Cuba, una
experiencia muy divertida: ¡los baños cubanos! O dicho con otras palabras, ¡la
lluvia! La amiga de A.G. tenía invitados y, al estar en plena temporada de
lluvias, nos sorprendió una repentina y abundante tormenta. A.G., que estaba
cocinando, me invitó a experimentar el baño cubano en compañía de los
invitados, esto es, salir al patio con una barra de jabón en mano y bañarme con
ellas bajo el agua de la tormenta (agua caliente por cierto, deliciosa,
natural). Un baño un tanto rústico, cierto, pero mil veces mejor que bañarse a
jicarazos.
Hay, por supuesto, más anécdotas, pero el espacio de este
post es limitado, por lo que he decidido extenderme, sí, un poco más hablando sobre
Cuba… pero eso será en un próximo posteo.
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