En teoría, no debiera haber nada más relajante que un par
de días en los balnearios de aguas termales de Michoacán… pero cuando el dinero
no te acompaña, la experiencia pasa a ser un tanto estresante.
Obvio, no salí de mi casa sin dinero. Pero no lo hice con
el dinero suficiente. Esto, por una sencilla razón. Un amigo nos iba a alcanzar
allá. Un amigo que se iba a encargar de llevar el auto y la casa de campaña
para quedarnos todos a dormir en el área reservada para campamentos. Un amigo
que nunca llegó.
Hice el viaje acompañado de otro amigo. Pero resulta que,
aun al juntar nuestros recursos, sólo llevábamos el dinero justo para pagar el
módico derecho de camping, hacer un par de comidas sencillas y cooperarnos para
la gasolina del auto, regresándonos por la carretera libre.
Fue así como llegamos a Michoacán. Paramos, de entrada,
en un mercadito, donde comimos unos deliciosos tacos de carnitas. Después de
eso, abordamos otro autobús, el cual nos acercó a nuestro punto de reunión, el
Balneario Eréndira, mismo que alcanzamos a pie, caminando dos kilómetros por
una carretera bordeada por un frondoso bosque de coníferas.
Una vez ahí, nos metimos a nadar en una deliciosa alberca
de aguas termales, cuya temperatura de 40 grados contrastaba con los 15 grados
descendentes del bosque. Confiados en que mi otro amigo iba a llegar, volvimos
a meternos a la alberca alrededor de las 9 de la noche, disfrutando los 40
grados de sus aguas, los 8 grados centígrados del exterior y un deslumbrante
cielo estrellado que parecía caerse encima de nosotros. Eso, el ulular del
viento y el canto de los grillos.
A las diez de la noche, nos hicimos a la idea de que
nuestro amigo no iba a llegar. Dicho en otras palabras, estábamos en problemas.
Sí, había cabañas, pero no podíamos pagarlas… y aun cuando hubiéramos podido
hacerlo, no había cabañas disponibles.
Para no hacer esto demasiado extenso, solo diré que nos
dieron chance de quedarnos en la cafetería, nos prestaron un colchón viejo… y
nos sacaron de ahí hasta las 11 de la mañana, es decir, a la hora en que abrían
el negocio. De nada nos sirvió levantarnos a las 7 de la mañana, ya que
estábamos encerrados con candado… bueno… nos permitió comernos, de manera un
tanto clandestina, algunas rebanadas de un delicioso pastel de fresa y un par
de tacitas de café.
Quiero reiterar que nos hallábamos en la era previa al
Internet y a la telefonía móvil. En otras palabras, estábamos algo así como
incomunicados y sí, con una tarjeta de crédito inútil que no aceptaban en
ningún lado.
Usamos nuestro último recurso para viajar a un pequeño
pueblo, donde pudimos abordar un camión que nos llevó hasta Morelia. Y una vez
ahí, atravesando a pie la ciudad bajo un intenso sol de mediodía, llegamos al
único lugar que nos aceptó la tarjeta: el hotel Misión. Y sí, nos prestaron dinero
con cargo a la tarjeta. Con eso pudimos comprar nuestros boletos de regreso a
México, rentar una habitación (era requisito) y desayunar, por lo menos, de
manera decorosa, enfrentándonos a la deuda contraída un par de semanas después.
Fue poco, en realidad, lo que conocimos de Morelia. Pero
yo tuve la oportunidad de regresar un par de años después, por lo cual haré muy
pronto la reseña.
Nuestro amigo, el que nunca llegó, acabó disculpándose al
final con un muy buen detalle: nos invitó a Ixtapan de la Sal, pagando
transporte y hospedaje. Eso también lo contaré en un próximo posteo.
Por lo pronto, basta decir que Los Azufres se convirtió ese año en un destino recurrente (también, por alguna razón, fue recurrente hacerlo sin dinero). Llegamos incluso a viajar de noche, tomando una estrecha carretera iluminada por unas fantasmales, si no es que surrealistas, nubes de vapor, cortesía de la cercana hidroeléctrica, solo para llegar en la madrugada a la bella Laguna Larga y quedarnos a dormir unas horas dentro del coche para después visitar los balnearios cercanos y lo que en ese entonces quedaba de la majestuosa Laguna Esmeralda (que a la fecha, supongo, ya no ha de existir).
Años más tarde, Michoacán siguió siendo uno de mis principales destinos. Esto, en los tiempos en que el estado era de lo más tranquilo, incluso la llamada tierra caliente. Tan era así, que no me causaba ningún tipo de temor cruzar Apatzingán a las 2 de la mañana o llegar a Pátzcuaro a esa misma hora, para echar un sueñito leve antes de aventarme a caminar por sus calles, visitar su hermosa Casa de los 11 Patios o cruzar a dos de sus mágicas islas: la famosísima Janitzio y la menos conocida pero no menos bella Yunuén, con sus cabañas rurales donde es posible pernoctar para amanecer en medio del bosque con una majestuosa vista del lado más virgen del Lago de Pátzcuaro.
Eso, además del Santuario de las Mariposas Monarca y la costa de la Tierra Caliente, muy concretamente Playa Azul y cruzar al otro lado del estado para visitar Uruapan, el nacimiento Del Río Cupatitzio, la hermosa pero algo sucia cascada de la Tzaráracua y un impresionante recorrido a caballo por el volcán Paricutín y la torre de la iglesia como único vestigio de lo que fue el pueblo de San Juan Parangaricutiro antes de ser engullido por la lava (espectáculo que, a lo lejos, sí pudo contemplar mi papá en su juventud). Además de Zitácuaro y Ciudad Hidalgo, pequeña población donde, incluso, llegué a celebrar con amigos las fiestas patrias un 15 de septiembre comiendo de todo: pambazos, tacos, tamales, corundas, carnitas, cervezas y un tanto más de tequila.
Por lo pronto, basta decir que Los Azufres se convirtió ese año en un destino recurrente (también, por alguna razón, fue recurrente hacerlo sin dinero). Llegamos incluso a viajar de noche, tomando una estrecha carretera iluminada por unas fantasmales, si no es que surrealistas, nubes de vapor, cortesía de la cercana hidroeléctrica, solo para llegar en la madrugada a la bella Laguna Larga y quedarnos a dormir unas horas dentro del coche para después visitar los balnearios cercanos y lo que en ese entonces quedaba de la majestuosa Laguna Esmeralda (que a la fecha, supongo, ya no ha de existir).
Años más tarde, Michoacán siguió siendo uno de mis principales destinos. Esto, en los tiempos en que el estado era de lo más tranquilo, incluso la llamada tierra caliente. Tan era así, que no me causaba ningún tipo de temor cruzar Apatzingán a las 2 de la mañana o llegar a Pátzcuaro a esa misma hora, para echar un sueñito leve antes de aventarme a caminar por sus calles, visitar su hermosa Casa de los 11 Patios o cruzar a dos de sus mágicas islas: la famosísima Janitzio y la menos conocida pero no menos bella Yunuén, con sus cabañas rurales donde es posible pernoctar para amanecer en medio del bosque con una majestuosa vista del lado más virgen del Lago de Pátzcuaro.
Eso, además del Santuario de las Mariposas Monarca y la costa de la Tierra Caliente, muy concretamente Playa Azul y cruzar al otro lado del estado para visitar Uruapan, el nacimiento Del Río Cupatitzio, la hermosa pero algo sucia cascada de la Tzaráracua y un impresionante recorrido a caballo por el volcán Paricutín y la torre de la iglesia como único vestigio de lo que fue el pueblo de San Juan Parangaricutiro antes de ser engullido por la lava (espectáculo que, a lo lejos, sí pudo contemplar mi papá en su juventud). Además de Zitácuaro y Ciudad Hidalgo, pequeña población donde, incluso, llegué a celebrar con amigos las fiestas patrias un 15 de septiembre comiendo de todo: pambazos, tacos, tamales, corundas, carnitas, cervezas y un tanto más de tequila.
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