♪ ♫
El título del Post
es literal:
fue la primera vez
que estuve en la
ciudad,
más adelante yo
regresé,
pues de esa ciudad
yo me enamoré
♪ ♫
Así que no piensen mal.
El título hace referencia al hecho de que visité la
ciudad de Zacatecas no menos de cinco veces, pero en este post solo reseñaré la
primera... la primera vez que viajé a Zacatecas.
Aclarado esto, vamos a lo que sigue.
La primera vez que viajé solo a algún lugar fue a
Zacatecas. Tenía yo 22 años, el dólar seguía a 3 pesos, por lo que todo era mil
veces más accesible, México era seguro y las carreteras lo eran más. De ahí que
decidiera lanzarme a conocer esta ciudad un viernes por la noche, en un autobús
no muy ejecutivo que digamos, cuyo pasillo estaba recubierto de aserrín para evitar
los resbalones (por los charcos de hielo derretido, remanentes de una peculiar
nevada que hubo en el centro del país).
En 1992 no era común que un autobús tuviera aire
acondicionado, monitores para exhibir películas o altavoces para que el chofer hablara
por micrófono. El aire acondicionado eran las ventanillas. Tú mismo las abrías
y las cerrabas si es que no estaban oxidadas, ya que en ese caso no te quedaba
más que aguantarte el frío o el calor o quizá hacerte un poco hacia el asiento
de junto para esquivar las gotas de lluvia.
Llegué a las 7 de la mañana del sábado, muy cansado sí,
pero consciente de que no podía tampoco desperdiciar demasiado tiempo en
dormir. Caminé por las calles del centro buscando un hotel de unas dos o tres
estrellas y encontré uno bastante limpio y económico al que regresé algunas
veces más. El María Benita, me parece.
Decidí entonces tumbarme en la cama cuatro horas para
después recorrer lo más que pudiera de la ciudad. Y sí, me dieron el cuarto
inmediatamente: eso de los check in a las 12 del día no era algo tan riguroso y
los del hotel regularmente “te daban chance”. Y no, no tenías que andar
reservando de manera previa.
Parte de la aventura consistía en ver dónde llegabas,
algo que hoy ya no es posible hacer sin correr el riesgo real de dormir en la
calle ante tanta oferta reservada por internet.
Lo primero que me quedó claro fue que una ciudad como
Zacatecas no podía abarcarse ni entenderse en un par de días. No porque sea una
de las ciudades más grandes de México, sino porque tiene demasiado qué ofrecer.
Así pues, mi primera visita me sirvió para conocer
básicamente el Centro Histórico: su catedral churrigueresca de cantera rosa;
sus majestuosos edificios coloniales, construidos también a base de cantera
rosa; el Museo Pedro Coronel, con su extensa colección de libros antiguos y
obras de arte de diferentes lugares del mundo; el Teatro Calderón y el Mercado
González Ortega.
Al día siguiente subí al Cerro de la Bufa por la vereda
de piedra –el llamado Vía Crucis- que conduce a la Rotonda de los Hombres
Ilustres, al Museo de la Toma de Zacatecas, a la Mina del Edén y a la Estación
del Teleférico. A excepción de este último, al que no pude subirme pues
soplaban en ese momento vientos muy rudos, visité casi con cronómetro cada uno
de los atractivos del cerro, enterándome que la Mina lo mismo podía visitarse
de día para conocer algunas de sus vetas más accesibles y de noche, para bailar
en el antro construido en sus entrañas.
Esta discoteca, que en ese tiempo era “El Malacate” y hoy
sigue operando bajo el nombre de “La Mina Club” era –y es- un atractivo
imperdible por la experiencia que significa de entrar a bordo de un tren
minero, atravesar un kilómetro de túneles (poco más, poco menos) y entrar a una
impresionante bóveda cuya acústica no distorsiona la música que sale de las
bocinas ni pone al lugar en riesgo de derrumbe. No la conozco en su etapa de
“La Mina Club” pero por los videos que he visto en Internet, supongo que la
principal diferencia es que te ponen música del 2018 y no de 1992, con el
consabido final de música de banda, incluyendo la tradicional Marcha de
Zacatecas.
Fue un fin de semana especialmente frío pues acababa de
nevar y los edificios coloniales (en la televisión) lucían muy pintorescos.
Llegué, por supuesto, cuando la nieve ya estaba derretida sin que por ello
aminorara el frío, entendiéndolo como una combinación de un ambiente
esencialmente helado y corrientes de viento polar que te congelaban a los dos
pasos.
Pero conocí gente y eso le puso más sabor al fin de
semana. A través de una chica a la que le hice la plática en su mismo local el
día de mi llegada, conseguí integrarme a un grupo de amigos cuyo plan de fin de
semana era, precisamente, ir a bailar al Malacate.
La chica en cuestión, a quien originalmente había
invitado, tenía su novio, pero me consiguieron una amiga para tener con quien
bailar esa noche y todavía la seguimos en la casa de los abuelos de alguno de
ellos, cenando un delicioso plato de frijoles de la olla con chile y tortillas
y una taza de café de la estufa.
Una vez más, me ubico en el México seguro de los 80s y
90s, cuando intercambiar con alguien teléfonos y direcciones de casa era
realmente para iniciar una amistad, sin el riesgo de perder la vida en el
intento.
Fue una experiencia tan grata que quedé con ganas de
regresar. Y hacerlo en alguna época un poco más cálida para no toparme con un
pueblo fantasma repleto de nubes grises, callejones vacíos y chiflidos de
viento esperándote en cada esquina. Perspectiva que también es interesante si
lo que quieres es encontrarte contigo mismo.
Regresé, en consecuencia, en las vacaciones de Semana
Santa, solo para enterarme que mis nuevos amigos y yo nos habíamos cruzado en
la carretera, ellos para visitar la Ciudad de México y yo para visitar
Zacatecas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario