viernes, 6 de julio de 2018

ZACATECAS 1992: MI PRIMERA VEZ


♪  
El título del Post es literal:
fue la primera vez
que estuve en la ciudad,
más adelante yo regresé,
pues de esa ciudad yo me enamoré
♪  

Así que no piensen mal.
El título hace referencia al hecho de que visité la ciudad de Zacatecas no menos de cinco veces, pero en este post solo reseñaré la primera... la primera vez que viajé a Zacatecas. 

Aclarado esto, vamos a lo que sigue.

La primera vez que viajé solo a algún lugar fue a Zacatecas. Tenía yo 22 años, el dólar seguía a 3 pesos, por lo que todo era mil veces más accesible, México era seguro y las carreteras lo eran más. De ahí que decidiera lanzarme a conocer esta ciudad un viernes por la noche, en un autobús no muy ejecutivo que digamos, cuyo pasillo estaba recubierto de aserrín para evitar los resbalones (por los charcos de hielo derretido, remanentes de una peculiar nevada que hubo en el centro del país). 



En 1992 no era común que un autobús tuviera aire acondicionado, monitores para exhibir películas o altavoces para que el chofer hablara por micrófono. El aire acondicionado eran las ventanillas. Tú mismo las abrías y las cerrabas si es que no estaban oxidadas, ya que en ese caso no te quedaba más que aguantarte el frío o el calor o quizá hacerte un poco hacia el asiento de junto para esquivar las gotas de lluvia.

Llegué a las 7 de la mañana del sábado, muy cansado sí, pero consciente de que no podía tampoco desperdiciar demasiado tiempo en dormir. Caminé por las calles del centro buscando un hotel de unas dos o tres estrellas y encontré uno bastante limpio y económico al que regresé algunas veces más. El María Benita, me parece.

Decidí entonces tumbarme en la cama cuatro horas para después recorrer lo más que pudiera de la ciudad. Y sí, me dieron el cuarto inmediatamente: eso de los check in a las 12 del día no era algo tan riguroso y los del hotel regularmente “te daban chance”. Y no, no tenías que andar reservando de manera previa.
Parte de la aventura consistía en ver dónde llegabas, algo que hoy ya no es posible hacer sin correr el riesgo real de dormir en la calle ante tanta oferta reservada por internet.

Lo primero que me quedó claro fue que una ciudad como Zacatecas no podía abarcarse ni entenderse en un par de días. No porque sea una de las ciudades más grandes de México, sino porque tiene demasiado qué ofrecer.

Así pues, mi primera visita me sirvió para conocer básicamente el Centro Histórico: su catedral churrigueresca de cantera rosa; sus majestuosos edificios coloniales, construidos también a base de cantera rosa; el Museo Pedro Coronel, con su extensa colección de libros antiguos y obras de arte de diferentes lugares del mundo; el Teatro Calderón y el Mercado González Ortega.

Al día siguiente subí al Cerro de la Bufa por la vereda de piedra –el llamado Vía Crucis- que conduce a la Rotonda de los Hombres Ilustres, al Museo de la Toma de Zacatecas, a la Mina del Edén y a la Estación del Teleférico. A excepción de este último, al que no pude subirme pues soplaban en ese momento vientos muy rudos, visité casi con cronómetro cada uno de los atractivos del cerro, enterándome que la Mina lo mismo podía visitarse de día para conocer algunas de sus vetas más accesibles y de noche, para bailar en el antro construido en sus entrañas.

Esta discoteca, que en ese tiempo era “El Malacate” y hoy sigue operando bajo el nombre de “La Mina Club” era –y es- un atractivo imperdible por la experiencia que significa de entrar a bordo de un tren minero, atravesar un kilómetro de túneles (poco más, poco menos) y entrar a una impresionante bóveda cuya acústica no distorsiona la música que sale de las bocinas ni pone al lugar en riesgo de derrumbe. No la conozco en su etapa de “La Mina Club” pero por los videos que he visto en Internet, supongo que la principal diferencia es que te ponen música del 2018 y no de 1992, con el consabido final de música de banda, incluyendo la tradicional Marcha de Zacatecas.

Fue un fin de semana especialmente frío pues acababa de nevar y los edificios coloniales (en la televisión) lucían muy pintorescos. Llegué, por supuesto, cuando la nieve ya estaba derretida sin que por ello aminorara el frío, entendiéndolo como una combinación de un ambiente esencialmente helado y corrientes de viento polar que te congelaban a los dos pasos.

Pero conocí gente y eso le puso más sabor al fin de semana. A través de una chica a la que le hice la plática en su mismo local el día de mi llegada, conseguí integrarme a un grupo de amigos cuyo plan de fin de semana era, precisamente, ir a bailar al Malacate.

La chica en cuestión, a quien originalmente había invitado, tenía su novio, pero me consiguieron una amiga para tener con quien bailar esa noche y todavía la seguimos en la casa de los abuelos de alguno de ellos, cenando un delicioso plato de frijoles de la olla con chile y tortillas y una taza de café de la estufa.

Una vez más, me ubico en el México seguro de los 80s y 90s, cuando intercambiar con alguien teléfonos y direcciones de casa era realmente para iniciar una amistad, sin el riesgo de perder la vida en el intento.

Fue una experiencia tan grata que quedé con ganas de regresar. Y hacerlo en alguna época un poco más cálida para no toparme con un pueblo fantasma repleto de nubes grises, callejones vacíos y chiflidos de viento esperándote en cada esquina. Perspectiva que también es interesante si lo que quieres es encontrarte contigo mismo.


Regresé, en consecuencia, en las vacaciones de Semana Santa, solo para enterarme que mis nuevos amigos y yo nos habíamos cruzado en la carretera, ellos para visitar la Ciudad de México y yo para visitar Zacatecas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario