Tal cual. De entrada porque moverse sin auto en la huasteca siempre ha sido un poco complicado. Más aún en aquel lejano 1998, cuando me aventuré con mi sobrino y uno de mis amigos a la zona de la Huasteca más cercana a Ciudad Valles, la segunda ciudad más importante del estado de San Luis Potosí.

El viaje fue directo, en un autobús viejo que se aventó casi 9 horas atravesando la Sierra Gorda a través de curvas interminables, de la Ciudad de México a Xilitla.
El poblado, de marcado acento rural, con sus grandes bodegas de grano, sus tianguis y puestos de antojitos, sus calles viejas y la desbordante vegetación de su entorno, marcaron el inicio de una experiencia única que se extendería a lo largo de varios días.
Aunque había un hotel de corte surrealista muy a tono con el cercano "castillo" del artista Edward James (ambos conceptualizados por él mismo), decidimos quedarnos en un hotelito de corte más humilde ubicado junto al mercado, concretamente junto a la zona de pozoles y fritangas. Y que, sorprendentemente, no absorbía ninguno de estos peculiares aromas.

Partimos muy temprano para conocer el Castillo Surrealista de Edward James, artista enamorado de la Huasteca que construyó a lo largo de varios años una peculiar residencia con esculturas simbólicas, torres inconclusas, escaleras que conducen al vacío y lo que semeja una alberca en las pozas de la cascada contigua.
Nuestra intención original era la de conocer también las diferentes cascadas de la región, no muy conscientes que digamos de las distancias y de la accidentada geografía de la Huasteca Potosina.
Pero bien que mal, logramos llegar a la cascada Micos, pidiendo aventón a los transportistas cañeros y alcanzar el río Tampaon, de aguas turquesas, que desemboca en la maravillosa cascada de Tamul.

Con la anécdota muy particular de que casi pierdo en la cascada de Micos a mi amigo y a mi sobrino... o quizá no tanto, pero en el momento no podría haberlo asegurado.
Lo que ocurrió fue lo que sigue: yo me metí a descansar en una pequeña poza un tanto fría y fue entonces cuando mi amigo y mi sobrino se animaron a meterse al agua.

Mi impresión en ese momento, a falta de lentes, era la de que ambos se habían trepado a la roca para tomar el sol y conectarse con la naturaleza. Y es que, sin lentes, me era imposible ver a la distancia sus rostros mareados y sus pies azules. Porque en verdad se sentían mal, a tal grado que tuvieron que llamar a señas una lancha de remos para que los regresara a la ribera. Solo entonces sospeché que algo andaba un poco mal ahí.

Y esa es la historia. Mi primera visita a una región llena de magia con tantas maravillas como el Sótano de las Golondrinas, donde miles de vencejos salen volando al amanecer como si fuera una flota de aviones militares atravesando el cielo a toda velocidad. Con cascadas impresionantes como las de El Salto o las de Minas Viejas, paisajes fascinantes como los de la Laguna de la Media Luna o lugares pintorescos como el Castillo de la Salud de Beto Ramón.
Historia que continuaría pero muchos años después.
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