Los viajes no planeados existen, viajes que realizas sin
saber exactamente porqué y este es una muestra de ello.
La razón, muy simple, aunque no muy común. Un amigo y su
familia iban a asistir a una boda en Guadalajara y les sobraba un boleto. Al
ser uno de mis mejores amigos de la prepa, sencillamente me invitó. Y eso fue
todo.
Llegamos a dormir y al día siguiente, tomando en cuenta
que la boda era prácticamente a las 10 de la noche, me dediqué a conocer la
ciudad en compañía de mi amigo, su pareja y sus hermanos.
Y tuve la curiosidad de conocer el metro (hablo de 1993,
para que no me reclame nadie). De manera que entré a una de sus estaciones, muy
moderna y limpia para la época, aunque con la peculiaridad de que los túneles
no eran lo suficientemente anchos para dar cabida a un metro, por lo que
tuvieron que meter trenes ligeros con cables en el techo.
Pero bueno, no se trata de ponerme a criticar, sino de
contar anécdotas (lo hice en mi reseña de Tampico al hablar de sus playas con
chapopote) y eso lo hago, simple y sencillamente porque son parte del viaje
mismo.
El caso es que dedicamos buena parte del día y de la
tarde a conocer algunos de los monumentos más emblemáticos de la capital
tapatía: la Catedral Metropolitana con sus peculiares torres agregadas en el
siglo XIX ante el derrumbe de las originales a consecuencia de un terremoto; el
Instituto Cultural Cabañas, antiguo hospicio diseñado por el arquitecto Manuel
Tolsá y construido en 1805 que cuenta con bellos murales de José Clemente
Orozco; el Teatro Degollado y el Templo Expiatorio del Santísimo Sacramento
cuya fachada nos transporta sin más a la Edad Media.
Y ya por la noche, la boda entre no-se-quien y no-se-quien,
brindis, aplausos, baile con lindas niñas ojiverdes y una cena bastante rica, eso hay que reconocerlo.
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