jueves, 14 de junio de 2018

EL GLAMOUR PERDIDO DE ACAPULCO (x 2): 1990-1992


Aunque no me tocó vivir el glamour del Acapulco de los 40s, 50s y 60s, lo cierto es que hasta bien entrada la década de los 90s, el Puerto mantuvo viva esa imagen de destino incluyente y sofisticado, que lo mismo recibía a grandes artistas que a familias chilangas y grupos de amigos provenientes de toda la República.

Cierto, no era Ibiza, pero todavía a principios de los 90s era el destino de playa nacional que conjugaba los antros más modernos y sofisticados, lo que en aquel tiempo se conocía como discotecas.

Conocí, además, las dos facetas del viaje al Acapulco de aquella época: la de recorrerlo con amigos y la de visitarlo en plan familiar.

El viaje familiar fue especialmente tranquilo, muy relajado diría yo, si bien en las noches llegué a darme un par de escapadas a la discoteca más cercana al hotel, con la idea de conocer tal vez a alguna linda niña.

Esto ocurría años antes de que la música electrónica, para bien o para mal, te permitiera bailar sin pareja sin ser mal visto por ello. Y lo menciono porque este detalle marcó un antes y un después a la hora de conocer a alguien en un lugar de baile.

En pocas palabras, antes era casi una consecuencia el bailar con la chica a la que le echabas el ojo si tan solo te decidías a acercarte para invitarla.

La discoteca, ubicada sobre la Costera Miguel Alemán, se llamaba Le Dome y si bien no era la mejor del Puerto, estaba al menos bien ubicada, era accesible (estábamos aún en la era de Salinas de Gortari, cuando el dólar no rebasaba los tres pesos) y tenía bastante buen ambiente.

Y sí, conocí en ella a una chica de la Ciudad de México con la que visité al día siguiente el histórico Fuerte de San Diego, pero que se me enfermó por comer mariscos en mal estado, por lo que tuve que acompañarla de regreso a su hotel y despedirme de ella, solo para percatarme un día después que había perdido el papelito donde había anotado su teléfono (porque los celulares eran aún un invento inexistente).

Acordándome de ello, recuerdo que mi papá solía platicarme del Acapulco más rústico, el de los 40s, en el que los grandes hoteles eran prácticamente escasos y predominaban los lotes baldíos llenos de selva local.

Previo a la cena de año nuevo (era diciembre y el clima no podía ser más delicioso con sus 29 grados casi permanentes) disfruté una rica caminata en la playa bañada por la lluvia, un peculiar chaparrón de agua caliente, la sensación más cercana a la de disfrutar una ducha en movimiento.

Conocí, por supuesto, algunos lugares emblemáticos como La Quebrada, el Parque Papagayo, la Catedral, el túnel que separaba al viejo Acapulco del nuevo, además de un relajante paseo en bote para visitar la Isla de Roqueta, vislumbrando a través de un piso de cristal una famosa virgen sumergida.

Pocos meses separaron este viaje a aquel que hice con dos amigos de la universidad, en el cual nos hospedamos en una casa prestada que tenía su cocina y su alberca. 

Nos fuimos por carretera escuchando cualquier cantidad de cassettes y prácticamente dedicamos las vacaciones a descansar, a tomar el sol y a quemarnos como probablemente nunca volveré a hacerlo. Al grado de untarnos, por sugerencia de un amigo, claras de huevo en la espalda como tratamiento casero para las quemaduras.

Y bueno, después de una deliciosa y abundante comida en un restaurante de la carretera de Barra Vieja (un enorme robalo dividido entre tres personas), fuimos también a bailar, esta vez al legendario News, que en aquella época estaba aún en su apogeo.


Regresé en 1995, con otro grupo de amigos muy diferente, pero con las mismas ganas de explorar y divertirnos. Y con muchas anécdotas, por supuesto: picaduras de aguas malas, revolcones de olas, trancazos en los toboganes del CICI y hasta en las motos acuáticas. 

Dicen que Acapulco será siempre Acapulco. Yo creo que ya no. Mi última visita, allá por el año 2010, me enfrentó a otro Acapulco, uno degradado, con playas más sucias y una avenida Costera llena de tráfico, contrario a la que yo conocí que podías recorrer a toda velocidad con las ventanas del auto totalmente abiertas para refrescarte con el viento derivado del acelerador.

Tampoco los giros comerciales eran ya los mismos. Muchos vistosos bares de luz neón aparecidos en los 80s habían desaparecido ya para dar lugar a tiendas de conveniencia, básicamente Oxxos y 7 Eleven. Peor aún, por la ola de inseguridad que convirtió al Puerto, tristemente, en un lugar muy peligroso que urge rescatar. 




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