viernes, 29 de junio de 2018

1992: TAJIN… ¡EN OBRAS!... Y EL CAMIÓN SALTARÍN


Poco antes de que iniciaran los festivales anuales que hoy caracterizan a la zona arqueológica totonaca de Tajín, en el estado de Veracruz, el destino comenzó a tener una difusión mayor que la acostumbrada, razón por la cual me dejé llevar por el deseo de hacer un viaje de fin de semana, solo para conocerlo.

Y bueno, digamos que sí conocí Tajín… pero en una de sus facetas más inesperadas.

La zona arqueológica estaba en obras de mantenimiento y restauración, razón por la cual, los monumentos del sitio convivían alegremente con zanjas en el suelo, zonas acordonadas, excavadoras, palas e instrumentos de jardinería. Que por lo demás no estaban en operación por ser, supongo, fin de semana. De ahí que un solo rollo de 35 mm para mi cámara me rindiera perfectamente, con las 36 fotos que tomé del sitio.

Aun así, había silencio, no más de 10 visitantes (realmente podías contarlos con los dedos) y sí, algunas de las estructuras prehispánicas más imponentes del sur de México que por fortuna estaban abiertas al público, modelando inmóviles para ser fotografiadas y videadas.

Se trata de una serie de edificios monumentales levantados al norte de Veracruz por la cultura totonaca, entre los que destaca por méritos propios la llamada Pirámide de los Nichos. Esta estructura está relacionada con el antiguo calendario y cuenta, efectivamente, con más de 360 nichos, uno por cada día del año.

Tajín y la zona de Papantla son famosos, además, por dos cosas: la vainilla y el tradicional ritual de los Voladores de Papantla, que muchos turistas conocen hoy en día por haberlo visto representado en diferentes destinos de la Riviera Maya. Pero el original está aquí y es, a la vez, un espectáculo y un símbolo, el del viaje del sol desde su ascenso hasta su ocaso.

En aquel viaje, no hice base en Papantla (no lo conozco, de hecho), sino en Poza Rica, pequeña ciudad que no me impresionó demasiado salvo, quizá, por el hecho de que se desayunaba muy rico en sus fonditas, con tortillas y frijolitos de la olla recién hechos.

Y de ahí, a la Huasteca Veracruzana, a conocer el yacimiento arqueológico de Castillo de Teayo, que básicamente es un gran templo edificado en el centro de un pequeño poblado y que resulta curioso, ya que ocupa el lugar que en otros pueblos ocuparía la pequeña iglesia del centro de la ciudad.

Si bien, para llegar a la Huasteca Veracruzana fue necesario tomar uno de esos camiones viejos que lo mismo pueblean que se desarman en el camino, sin cinturones de seguridad, con ventanas oxidadas que solo abren a medias y pasillos carcomidos en los que ocasionalmente es posible vislumbrar el camino. Y digo el camino, más que la carretera, porque literalmente eran brechas de terracería con dos o tres grandes baches por cada kilómetro de recorrido. Divertido, supongo, cuando como yo tienes 22 años (hablo, por supuesto, de 1992).

Y así, entre un camión que se desarmaba tan solo por andar y un camino lleno de baches y de polvo, era común brincar del asiento una y otra vez y, ocasionalmente, pegar con la cabeza en el techo del camión.

En contraste, los caminos y carreteras de Veracruz ofrecen a la vista paisajes verdes únicos, desbordantes de vegetación y de vida.

Fue este mi primer viaje en solitario. Un viaje que, sin embargo, disfruté mucho y que me divierte contar, pues lo sigo recordando como si hubiera sido ayer.



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