jueves, 26 de abril de 2018

EL VIEJO VERACRUZ


Nada mejor para el mes del niño que iniciar estas crónicas con los viajes que llegué a hacer, precisamente, entre los 5 y los 12 años. Y nada más representativo de eso que los viajes familiares que año con año hacíamos a Veracruz. 



Imaginemos un Veracruz más rústico, con más palmeras, flores y vegetación enmarcando las playas diseminadas a lo largo del malecón, con tranvías recorriendo la ciudad de punta a punta y gente por demás extrovertida, platicadora, alegre y con la mejor vibra del mundo, el típico jarocho que no ha dejado de ser extrovertido pero que, a la vez, se ha vuelto un tanto más reservado si eres un desconocido.

Hablo del Veracruz de los 70s y los 80s, donde solía ir con mi familia cada vez que llegaba diciembre para festejar el fin de año. Ahí nos quedábamos de 6 a 7 días y no en un hotel, sino acomodados todos en la casa que entonces era de mis abuelitos, por lo que la fiesta no era algo de una noche sino de toda una semana. Una semana en la que los primos de mi edad, que vivíamos en ciudades diferentes, nos encontrábamos para jugar, correr, comer, ver la tele, salir a la calle a caminar o simplemente dormir.

Así, la rutina de la ciudad se transformaba en diferentes actividades infantiles: guerras de almohadas que terminaban con cientos de plumas volando, persecuciones en la casa y en la calle durante el día y juegos de Basta o de mesa por la tarde-noche.

Aunque desde la azotea podíamos ver el mar a lo lejos, el bullicio del malecón no llegaba hasta la casa, cuyo entorno era más bien apacible, con escaso tráfico, con casas ventiladas de manera natural, esto es, con las puertas y las ventanas abiertas de par en par; también era habitual ver niños en la calle por la noche, además de grillos, chicharras, algunas luciérnagas y el siempre presente aroma de un árbol huele-de-noche.

En las fiestas de año nuevo solíamos bailar hasta la madrugada, salir a la calle y entrar a la casa de los vecinos (o viceversa), convivir, divertirnos y poco más. Desayunábamos ahí mismo, en una mesa larga donde nos sentábamos por tandas. Y algunas horas después, a pasear por el entonces apacible Veracruz.

El Café de la Parroquia ha estado ahí desde que tengo memoria, si bien la sucursal original hoy lleva el nombre de Gran Café del Portal. Pero la zona de Mocambo y Boca del Río era un entorno totalmente diferente, con una gran cantidad de restaurantes-palapa construidos directamente sobre la arena en los que podías saborear los más ricos pescados y mariscos de la ciudad, o por lo menos, así lo recuerdo.

Los grandes centros comerciales y de negocios que hoy caracterizan a este sector, literalmente no existían. En su lugar, una serie de hoteles rústicos, los llamados hoteles familiares, de dos o tres estrellas, convivían con fonditas y antojerías, tiendas de abarrotes de las llamadas de barrio y heladerías locales, no de cadena.

Era un Veracruz más auténtico, si bien más rústico, algo que incluso podía apreciarse en el adoquinado original del malecón y en ese ambiente de feria donde podías encontrarte carritos de helados, puestos de volovanes –las clásicas empanadas jarochas y vendedores de artesanías establecidos de manera formal o no.

Y sí, los atractivos de siempre: el Centro Histórico, el Parque Zamora, San Juan de Ulúa, el Café de la Parroquia y los helados del Güero-Güero, a los que se sumó posteriormente el acuario. Atractivos que conservan el espíritu de ese viejo Veracruz y que hoy están rodeados de un entorno cada vez más moderno, a veces para bien, a veces para mal, aunque un tanto frío e impersonal.

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