Nada mejor para el mes del niño que iniciar estas crónicas con los viajes que llegué a hacer, precisamente, entre los 5 y los 12 años. Y nada más representativo de eso que los viajes familiares que año con año hacíamos a Veracruz.
Imaginemos un Veracruz más rústico, con más palmeras,
flores y vegetación enmarcando las playas diseminadas a lo largo del malecón,
con tranvías recorriendo la ciudad de punta a punta y gente por demás
extrovertida, platicadora, alegre y con la mejor vibra del mundo, el típico
jarocho que no ha dejado de ser extrovertido pero que, a la vez, se ha vuelto
un tanto más reservado si eres un desconocido.
Hablo del Veracruz de los 70s y los 80s, donde solía ir
con mi familia cada vez que llegaba diciembre para festejar el fin de año. Ahí
nos quedábamos de 6 a 7 días y no en un hotel, sino acomodados todos en la casa
que entonces era de mis abuelitos, por lo que la fiesta no era algo de una
noche sino de toda una semana. Una semana en la que los primos de mi edad, que
vivíamos en ciudades diferentes, nos encontrábamos para jugar, correr, comer,
ver la tele, salir a la calle a caminar o simplemente dormir.
Así, la rutina de la ciudad se transformaba en diferentes
actividades infantiles: guerras de almohadas que terminaban con cientos de
plumas volando, persecuciones en la casa y en la calle durante el día y juegos
de Basta o de mesa por la tarde-noche.
Aunque desde la azotea podíamos ver el mar a lo lejos, el
bullicio del malecón no llegaba hasta la casa, cuyo entorno era más bien
apacible, con escaso tráfico, con casas ventiladas de manera natural, esto es,
con las puertas y las ventanas abiertas de par en par; también era habitual ver
niños en la calle por la noche, además de grillos, chicharras, algunas
luciérnagas y el siempre presente aroma de un árbol huele-de-noche.
En las fiestas de año nuevo solíamos bailar hasta la
madrugada, salir a la calle y entrar a la casa de los vecinos (o viceversa),
convivir, divertirnos y poco más. Desayunábamos ahí mismo, en una mesa larga
donde nos sentábamos por tandas. Y algunas horas después, a pasear por el
entonces apacible Veracruz.
El Café de la Parroquia ha estado ahí desde que tengo
memoria, si bien la sucursal original hoy lleva el nombre de Gran Café del
Portal. Pero la zona de Mocambo y Boca del Río era un entorno totalmente
diferente, con una gran cantidad de restaurantes-palapa construidos
directamente sobre la arena en los que podías saborear los más ricos pescados y
mariscos de la ciudad, o por lo menos, así lo recuerdo.
Los grandes centros comerciales y de negocios que hoy
caracterizan a este sector, literalmente no existían. En su lugar, una serie de
hoteles rústicos, los llamados hoteles familiares, de dos o tres estrellas,
convivían con fonditas y antojerías, tiendas de abarrotes de las llamadas de
barrio y heladerías locales, no de cadena.
Era un Veracruz más auténtico, si bien más rústico, algo
que incluso podía apreciarse en el adoquinado original del malecón y en ese
ambiente de feria donde podías encontrarte carritos de helados, puestos de
volovanes –las clásicas empanadas jarochas y vendedores de artesanías
establecidos de manera formal o no.
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