Casi podría decir que viajar antes del año 2,000 era hacerlo
con los ojos cerrados. Tus únicas referencias visuales eran las guías (caras),
los libros gigantes (más caros) y las pocas fotos que aparecían en los folletos
de las agencias de viaje. Si tenías suerte, podías contar con impresiones de
primera mano de amigos o familiares que hubieran ido a tal o cual destino, sin
tener la certeza de que todo lo narrado fuera real o con adiciones propias de
la cosecha creativa de cada quien.
Pero el uso de la imaginación era solo una de las sutiles
diferencias entre viajar antes y viajar ahora. El mundo de papeles que debías
llevar contigo, sobre todo si querías viajar al extranjero, era
considerablemente superior. De entrada, la cartilla militar, requisito indispensable
para salir del país, si bien no alcanzo a recordar si te la pedían también para
tramitar el pasaporte mismo. Eso y los cheques de viajero, más grandes que los
billetes de juegos como el Turista o el Monopoly.
Al final del día, lo mejor de todo, para bien y para mal,
eran las sorpresas. Como tus referencias eran limitadas, el asombro o, en su
caso, la decepción, eran el ingrediente principal de cualquier viaje, lo
hicieras en México o en el extranjero.
Ahora bien, con los recursos que existen ahora,
concretamente Internet, las redes sociales y las guías de bolsillo, ¿valdría la
pena informarse poco y literalmente viajar a ciegas? Me resulta difícil
decirlo. Por una parte, el factor sorpresa te puede generar momentos
inolvidables (buenos y malos) pero corres el riesgo de perderte de muchos
lugares increíbles y de muchas gratas experiencias.
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