miércoles, 10 de octubre de 2018

INDIA 1999: EL PAÍS INCOMPRENSIBLE


Uno de los viajes que nunca voy a olvidar fue ese que hice a la India y a algunos lugares de Asia, poco antes de cumplir mis treinta. Especialmente por la experiencia que conlleva viajar a la India, país sin duda fascinante pero caótico y desquiciante a la vez. Y creo que será más fácil hablar de este país si lo voy abordando rubro por rubro. El primero de ellos sería, supongo, la religión.

En India conviven múltiples religiones y si bien el Budismo nació aquí, es también aquí donde menos se practica. Las que predominan son, básicamente, dos: la musulmana, especialmente en el norte y el hinduismo, en todo el país pero predominantemente en el sur. A las dinastías musulmanas corresponden algunos de los elementos más famosos y emblemáticos del país, como los fabulosos palacios de los Maharahas y los bellos mausoleos de homenaje a la vida y a la muerte, siendo el Taj Mahal el más conocido de ellos.

A la religión hindú pertenecen algunos de los templos más antiguos y espectaculares del mundo; no exagero al decir que muchos de ellos datan del siglo XII y tampoco lo hago al afirmar que ¡siguen en uso! Es curioso. Cuando pienso en México y en sus ciudades antiguas como podrían serlo Uxmal, Teotihuacán o Chichen Itzá, imagino edificios fabulosos llenos de turistas o incluso solitarios como muchos sitios arqueológicos de la Costa Maya, en los que uno debe usar la imaginación para visualizar la vida cotidiana en épocas remotas. Pues bueno. En la India, eso no ocurre. La misma religión que se practicaba en el Siglo XII persiste hasta nuestros días y la mayoría de los templos son visitados por miles y miles de fieles y, en menor cantidad, por turistas. De ahí que las viejas estatuas de dioses como Hanuman, el dios mono o Ganesha, el dios elefante, tengan siempre ofrendas frescas de flores y frutas.

No podría en un posteo dimensionar lo que significa viajar a través de la India. Basta decir que conocí, del norte, sus lugares más emblemáticos: Delhi, Agra, Rajastán y Jaipur, así como sus icónicos monumentos: el Fuerte Rojo, el Taj Mahal, la tumba de Gandhi, el Palacio de los Vientos, el mausoleo de Humayun y el bellamente decorado Fuerte Amber, entre muchos otros. Fueron, de hecho, mi razón para estar ahí. Pero tan sorprendente como sus monumentos es la vida cotidiana de la India, lo que yo llamaría la vida salvaje de la India. Y es que, entre monos, chivos, vacas y elefantes, lo que más predomina en India es la gente y con ella, los claxons y los automotores.

La vida en las calles de los pueblos y las grandes ciudades es, esencialmente igual: haciendo caso omiso de las reglas más básicas de tránsito vehicular se entrecruzan por donde pueden trailers, camiones de carga, peatones, motos, carretas tiradas por bueyes, monos, chivos, vacas, bicicletas, patinetas, camiones de redilas, alguna caravana de boda y todo lo que a uno se le pueda ocurrir. Todo ello aderezado por claxons y más claxons.

El aroma de las calles es también muy peculiar: olor a indigente, a alcantarilla, pero también a especias, a comida y a perfume, todo ello revuelto y dispersado por un viento cargado de humo y tierra roja, la marciana tierra roja de la India. Eso, cuando puedes respirar, caminando entre gente, gente y más gente. Quizá por ello no perduró el Budismo. Por ser un entorno ruidoso y poco propicio a la meditación.

Lo disfrutas un rato, cuando te acostumbras. A fin de cuentas, sabes que es lo que verás entre monumento y monumento. En contraste, la gente es muy amable, siempre y cuando no estén intentando venderte algo.

Dentro del gris de las casas, las casi banquetas y construcciones deterioradas, destaca, paradójicamente, el color: el color de las especias, de las alfombras y el de los dioses hindús, azules en su mayoría, pero siempre rodeados de paisajes idílicos, del que quizá era su mundo original.

Por más bellos que resulten los palacios y los templos de la India, el país puede volverse insoportable al cabo de una semana. Y sí, se come delicioso. Pero el caos es tal, que se debe ser muy joven o tener mucha paciencia para soportarlo. En mi caso, tenía 29 años. Y regresé, incluso, algunos años después, evitando cualquier gasto superfluo de dulces, golosinas o cafés o gastos excesivos en ropa y comida con tal de conocer la cara sur del país. Pero no sé si hoy, a mis 49, querría regresar. Aún y cuando me resulta un lugar fascinante.

Cuando no hay monzón y se inunda todo, el clima suele superar los 40 grados centígrados. Y la mayoría del país no es precisamente lo que vemos en El Libro de la Selva. De hecho, el país es principalmente desértico y sólo el sur, especialmente la provincia de Kerala, es donde podemos encontrar esos paisajes de lagos, canales, cascadas, playas y selvas prodigiosas.

Si tuviera que resumir lo que más disfruté del país, tendría que dividirlo en dos: lo tangible y lo intangible. En el rubro de lo intangible podría incluir los bailes tradicionales, la comida, los aromas a incienso y especias, además de la extraña sensación que te producen ciertos templos antes de la llegada de la gente o aquellos convertidos en zonas arqueológicas como los de Kahurajo (los templos con las esculturas eróticas del Kamasutra). Se trata de templos demasiado antiguos, demasiado sólidos, demasiado perfectos. Dan la sensación de provenir, efectivamente, de un mundo de dioses, de ese mundo idílico que lo mismo puede verse en los posters policromados que venden afuera de los templos o en los calendarios ilustrados que cuelgan en las fonditas de carretera o en las tiendas de abarrotes.

Inscripciones y pinturas de dioses verdes y azules viajando en Vimanas o carros voladores y entablando batallas con rayos y fuego puede sugerir mucho a la imaginación, más aún cuando los templos, edificados como torres, evocan más una representación en piedra de una civilización mucho más misteriosa y avanzada. Y extraviada, añadiría yo.

Más allá de lo intangible y de sus delicias culinarias, a las que agregaría el té especiado con leche, hay muchos lugares que hoy son muy Instagrameables. El mausoleo de Humayun y el del Taj Mahal, para empezar. Pero a mí también me encantaron el Fuerte Amber, prácticamente todos los monumentos de Rajastán y de Jaipur, el fuerte rojo de Delhi, su mezquita abierta y, ya más al sur, los surrealistas canales de Kerala, esos sí muy pacíficos y las cercanas cabañas lacustres de Kumarakom. Eso y los templos tallados de una sola pieza de Mamallapuram, junto a las playas del Mar Arábigo.

Finalizaré este posteo invitando a quien me lea a que visite la India por lo menos una vez. Es cierto que hoy, a mis 49, no me apetece mucho regresar, pero la experiencia es demasiado interesante como para no vivirla. Llegar allá es algo caro, pero moverse en la India no lo es. Puede ser desesperante, pero no es especialmente caro y la gente suele ser muy amable, a menos que esté intentando venderte algo. Mi recomendación sería viajar algunos tramos de manera informal y otros tantos de manera organizada. Y prepararse para algunos cuantos sustos, como el que yo tuve al viajar en una estrecha carretera de dos carriles, llena de curvas, en la que, al dar vuelta a toda velocidad, esperaba una vaca echada, muy calmada y quitada de la pena. Ah!! Y tener cuidado con las rupias, la moneda local: son billetes tan pero tan viejos, que se deshacen en las manos cual puñados de arena.

En futuros posteos, terminaré de narrar los pormenores del viaje por Asia. Por lo pronto, los inundaré con fotos de la India. Una India, hay que reconocerlo, demasiado fotogénica. Tanto, que pueden encontrar tantas y más fotos en mi perfil de Instagram.












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